viernes, 8 de febrero de 2008

Sendero de lujo y fantasía para llegar a Machu Picchu.




Las ventajas que tiene esta ruta saltan a la vista: pasa bajo las faldas del nevado Salkantay, por bosques que huelen a misterios antiguos, y, lo principal, brinda una inusual vista de Machu Picchu, por el lado opuesto al Camino Inca. Además, no es multitudinario y ahora lo está operando Mountain Lodges of Peru, que ha dispuesto cuatro albergues, con todas las comodidades, a lo largo de este mágico camino*.


Se puso de pie con dificultad. Tragó saliva, y dijo la única frase que decía en los peores y mejores momentos de su vida: “Quiero un trago”. Este había sido, ciertamente, un día realmente malo. Tanto así que, semanas después, observó que ni siquiera lo había registrado en su libreta de apuntes. Era el cuarto día en las montañas, y hasta entonces todo había sido fenomenal. Pero allí estaba todo arañado, con sangre coagulada en el rostro y ronchas en brazos, torso y el bajo vientre. Nunca supo qué fue, si una intoxicación por alergia, la picadura de un maldito bicho, o una prueba mandada por los Apus, quién sabe. Se olvidó del trago, se arrastró hasta su carpa, comió, tomó un antihistamínico, y durmió tan plácidamente como cuando era un niño. Cuando se levantó había un cuenco de agua caliente en la puerta de la carpa, se lavó la cara, se sintió fuerte nuevamente, y sonrió. “Este es el día”, pensó. Un rostro desconocido de Machu Picchu lo esperaba al final de la jornada. Su sonrisa fue, entonces, como el amanecer.

La tribu
Cuando aterrizó en el Cusco cuatro días antes, a su océano de tejas y sus calles donde platean los muros incaicos, no se imaginó que la cosa iba a ser tan alucinante. Casi de inmediato estaba en una Van en dirección a Mollepata, acompañado de un puñado de periodistas y operadores turísticos extranjeros. Había un neoyorquino loco, loco de verdad. Contaba historias sórdidas todo el tiempo. Un canadiense deseoso de caerles bien a todos, aunque podía ser cáustico también. Un británico erudito y altanero a la vez. Una rubia de Vermont, con pinta de chica bien, atlética, conservadora y agradable. Un guía cusqueño muy hablador y acriollado. Y Enrique Umbert hijo, de apenas 26 años, pero con las ideas bien claras respecto a la ruta que estábamos por iniciar.
El primer almuerzo fue en Mollepata, el último poblado de importancia que verían en un buen tiempo. De allí el vehículo trepó sin piedad hasta Soraypampa, donde se levanta el primer refugio para los viajeros que pretendan conocer Machu Picchu combinando esfuerzo físico con absoluto confort. Claro, nosotros sólo vimos los cimientos de lo que ahora es una construcción de vanguardia, pero que a la vez tiene una relación amigable con el entorno.
Se armó el campamento, se desplegaron los mapas, se sirvió mate de coca, se cruzaron las primeras miradas y bromas. Los arrieros y cocineros eran un mundo aparte: discretos y elusivos, sus voces en un quechua gutural se escuchaban como un eco lejano. Esa noche, al abandonar la carpa-comedor observamos, con el aliento contenido, el fantasmal nevado Salkantay (6,271 metros de altura) iluminado tenuemente por la luna. A pesar del frío, tardamos un buen rato antes de introducirnos en nuestras bolsas de dormir.

Ama rápido, me dijo el sol
Dicen los entendidos que en el Cusco hay dos grandes Apus, o divinidades tutelares, el nevado Ausangate (masculino), al sur, y el Salkantay (femenino), al norte. Pues bien, el Salkantay estaba con un genio terrible aquel día que transitamos por sus dominios. Salvo las primeras horas, cuando asomaron unos esperanzadores rayitos de sol, el cielo se nubló horrible, especialmente en el abra Salkantay, a 4,600 metros de altura, donde granizaba y llovía indiscriminadamente, corría un viento endemoniado, y los nevados y los cóndores aparecían y desaparecían entre bocanadas de neblina.
Ese día fue matador, pero sobrecogedor a su vez. Se podía sentir la fuerte presencia de la naturaleza y siglos enteros parecían cabalgar dentro del vasto silencio de la puna. Todo había pasado aceleradamente, tenía el corazón y el espíritu agitados. Recordó entonces los versos de José Watanabe (1946-2007): “No se puede amar lo que tan rápido fuga/Ama rápido, me dijo el sol./y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,/a cumplir con la vida:/ yo soy el guardián del hielo.” Esa noche nos establecimos en Wayramachay (“cueva del viento”, en quechua). Las estrellas incendiaron la bóveda nocturna mientras el grupo se relajó lentamente.

Al fin, la selva
En medio de la limpia llanura dorada, rodaron volutas de niebla. Era la selva que respiraba un nuevo día. A pesar que estábamos a 4 mil metros de altura, rodeados de manadas de alpacas y nevados, ya se podía percibir, en lontananza, destellos de verdor. El sol levantaba la humedad de esa selva cercana y nos la traía hasta los Altos Andes en forma de copos de algodón con aroma a bromelias y viejas cortezas.
Ese día bajamos drásticamente hasta los 2,900 metros de Colpapampa. El paso de las serranías a la selva alta mantiene el mismo encanto de siempre. A pesar de que no sea la primera experiencia, es imposible escapar al hechizo que produce ese cambio brusco de geografías. Primero nos topamos con bromelias y picaflores, luego vino una zona de mariposas de todo tipo y color; y finalmente nubes de mosquitos. En Colpapampa convergen tres quebradas: la de Salkantay –que es por donde descendimos–, la de Manchayhuayco, y la de Totora. Por las tres quebradas discurren rumorosos riachuelos que, al reunirse, forman el río Santa Teresa, tributario del poderoso Urubamba.
Al cerrar la tarde, fuimos en patota a unos baños termales. Hubo que atravesar un puente que parecía un palito de helado, pues el anterior fue arrancado de cuajo por un aluvión. El neoyorquino loco fingió que se caía al torrente 20 metros bajo nuestro. Después, todo bien. Uno entró calato a la deliciosa pocita de piedra, otro lo siguió, y al final todos estábamos en pelotas en el agua tibia. Todos, menos ella, que tuvo que tomarse dos cervezas antes de animarse a unirse a la alborotada tribu.

Tesoro inca
El cuarto día fue cuando amaneció con fiebre, retortijones estomacales y ronchas. Igual, caminó tambaleante un buen trecho hasta que un compasivo arriero lo trepó a un caballo. Cruzó como un zombi un bosque secundario erizado de espinas que le produjeron pequeños tajos en la cara y los brazos. Entre tinieblas vio pasar ante sus ojos: cataratas, colinas, sembríos, y muchos niños. Lllegó arrastrándose a Lucmabamba. Un día antes del asalto a la retaguardia de Machu Picchu.
A golpe de ocho de la mañana, luego de despedirse de los arrieros Paulino y Bernardino Holgado, y del cocinero Genaro Alca, empezó a subir por un serpenteante camino inca que lo condujo a Llactapata, un complejo arqueológico inca casi desconocido. Desde sus dominios pudo apreciar, absorto, la ciudadela de Machu Picchu desde su lado Oeste. Distinguió claramente el Huayna Picchu, el Intihuatana, y el perfil recortado –aunque inverso en su memoria– del más notable monumento inca.
Luego se zambulló en un descenso interminable mientras el río Urubamba se enroscaba a sus pies. Pasó por cafetales y por un puente colgante y bajo la inverosímil catarata artificial que ha creado la hidroeléctrica, antes de caer sentado en una silla del destartalado restaurante donde reposaba la tribu.
Estaba agotado, pero había sido un día increíble. Una semana increíble, en realidad. Tragó saliva, y dijo la única frase que decía en los peores y mejores momentos de su vida. “Quiero un trago”. No es necesario decir que esta vez una cerveza rodó directamente a sus manos.
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Artículo escrito por Alvaro Rocha Revilla.


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